Mi primer desayuno siempre fue el malhumor. Unas inocultables
ganas de volver a la cama, y un resentimiento a la rutina. El café con leche,
las tostadas con queso, los cereales, y la perra festejando que (al fin) me
levanto. Mis mañanas hablan de rutina, a veces corriendo porque llego tarde a algún
lado, y a veces se extienden hasta el mediodía, leyendo revistas y mirando la televisión.
Es poco más de una hora que no se escucha mi voz, una especie de ‘adaptación’
al mundo de los que ya se levantaron hace rato. Durante los siete días de la
semana, así son mis mañanas. Cambia la imagen de la ventana, si llueve o sale
el sol, o si es otoño, y el árbol se quedó sin hojas.
Y como siempre, en mi vida, los cambios son brutos, en un sacudón.
Entonces esperando a que mis primeras
horas del día sean como hace 18 años, él me abrazo. Había dormido conmigo la
noche anterior, y me estaba levantando viéndolo desperezarse. Ese día no mire
la ventana, ni me levante con el estómago pegado en la espalda, porque él
estaba al lado mío, mirándome. Y por primera vez, esa mañana, bien temprano, sonreí.
...
Awww! Que tierno, jaja, no me lo esperaba!
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